Cuento para el día de San Marcos
Orlando Ortega Reyes
Son las cuatro y quince minutos de la mañana y el Hotel Intercontinental Metrocentro de Managua todavía luce desierto, a excepción tal vez de la cocina en donde se están iniciando los primeros movimientos para la preparación del desayuno. De una suite del octavo piso, una mujer vestida de riguroso negro sale de manera sigilosa. Su vestido, recatado, pero elegante al extremo, es rematado por medias negras y unos zapatos del mismo color de tacón medio. El único adorno que resalta es un collar de perlas que contrasta en su cuello y sus respectivos aretes. Sus pasos, vigorosos y seguros para su edad, pues como dicen esa mujer no se cuece al primer hervor, son mitigados por la mullida alfombra. Trae en su mano una pequeña maleta de piel, también de color negro. En el elevador, presiona el botón de la planta baja y ya en el vestíbulo, un solitario y somnoliento empleado de turno en el mostrador, la saluda cortésmente y ella regresa el saludo con una amable inclinación de la cabeza. En la puerta un portero corre para abrirle la puerta y meloso de la los buenos días, a lo que ella lacónica pero gentilmente le contesta.
Fuera del vestíbulo, un automóvil Mercedes Benz S-250, de color negro, espera con el motor en marcha. El conductor quien ya peina canas, luce pantalón negro y una guayabera blanca que pareciera salida de un anuncio de detergente, la espera junto a la puerta trasera, misma que abre para que la mujer, después de un protocolario saludo, ingrese al interior del automóvil, se acomode cuidadosamente la bolsa de piel en su regazo. El vehículo inicia su marcha, con una elegancia de película, llega a la Rotonda Rubén Darío y toma la pista de circunvalación hacia el oeste. El vehículo a velocidad prudente atraviesa la pista, sin detenerse en ningún semáforo, hasta llegar al 7 sur. Ahí dobla a la izquierda para tomar la carretera Panamericana sur y en donde el conductor empieza a sacarle partido al motor del vehículo, que a pesar de ser de 4 cilindros, sus 2 litros de capacidad le permite una sabrosa aceleración. Baja un tanto la velocidad al llegar al puesto policial en donde un par de efectivos dormitan y luego vuelve a acelerar, torciendo a la izquierda en el nuevo tramo, un tanto improvisado que en una sola vía conecta al tramo de cuatro carriles de la carretera en donde el vehículo acelera y alcanza una velocidad superior a los cien kilómetros por hora.
La carretera se muestra desierta a esa hora, salvo tal vez uno que otro madrugador, lo que le permite al conductor llegar un abrir y cerrar de ojos a las curvas de El crucero, en donde baja ligeramente la velocidad y con una singular maestría toma cada curva, de tal forma que la mujer, sumida en sus pensamientos no percibe la ligera tracción. Después de pasar el parque de El Crucero, el conductor vuelve a enseñarle el pie al acelerador, lo que basta para que los briosos caballos de fuerza del Mercedes le otorguen una velocidad cercana a los 130 kilómetros por hora, de tal manera que en un santiamén están en Las cuatro esquinas, en donde baja la velocidad para torcer a la izquierda rumbo a San Marcos. El conductor mira el reloj digital en el tablero del vehículo y baja la velocidad a 90 kilómetros por hora en el último trecho. Todavía está oscuro cuando entran a la ciudad que ofrece todavía un paisaje somnoliento remarcado con el cementerio que sumido en una total oscuridad, pareciera querer escaparse del mismo. Al llegar al parque central, el conductor dobla a la derecha para bordearlo y llegar finalmente a la iglesia parroquial, estacionándose propiamente en la entrada principal. Baja presurosamente del automóvil y se apresta a abrir la puerta trasera derecha de donde desciende la mujer de negro.
Con la bolsa de piel en la mano, la mujer atraviesa el atrio y al llegar a la verja de seguridad construida alrededor del templo, un hombre escondido en la penumbra abre la puerta, mientras ella sigue su paso hacia la enorme puerta de madera, en donde la espera un hombre. Tendrá unos setenta años, su pelo está completamente blanco, tiene una estatura considerable para el promedio y a esa edad mantiene una envidiable esbeltez. Viste de oscuro, con una camisa manga larga cuello Nerú. Saluda efusivamente a la mujer, besándola en la mejilla mientras ella suavemente le soba la espalda. Al finalizar el saludo, ella le hace entrega de la bolsa de piel, mientras él emite un ligero sollozo y después de que el hombre de las sombras abre apenas la pesada puerta de madera, ingresan al templo, él saca de su bolsillo una lámpara que iluminará su travesía. En la parte suroeste del interior del templo hay una estrecha escalera de piedra, en donde inician un cauteloso ascenso, mientras el otro individuo, el de las sombras, cierra la puerta de madera y se aposta haciendo guardia. Llegan al coro del templo y descansan unos instantes, mientras recobran el aliento para seguir ahora a través de una escalera de madera en forma de caracol que los conduce hasta el campanario. Al llegar, abren delicadamente la ventana que da al oriente y esperan unos instantes, mientras intercambian algunas palabras. Luego, él abre el bolso de piel y saca una urna de mármol, color gris, en forma de ánfora antigua. Ambos se acercan a la ventana y aguardan unos instantes, después de los cuales, en el horizonte comienza a adivinarse la aurora, con unos timoratos celajes, entonces él con mucho cuidado remueve la tapa de la urna y sosteniéndola ambos, lentamente la giran hacia abajo, mientras poco a poco una fina ceniza empieza a salir de la urna.
En ese instante, la fuerza vital que encerrada junto con su cuerpo reducido al blanco polvo se encontraba cual genio cautivo en una lámpara, pareciera que abandonara un estado de espera, una especie de “pausa” y súbitamente vuelve a la conciencia junto con la sensación de flotar en el aire, pues el viento, travieso como él solo, ha empezado a jugar llevando las cenizas al compás de una inexistente música. Sin embargo, para el hombre que en vida fuera el dueño de aquella fuerza y aquella ceniza y para la mujer de negro que observa desde lo alto del campanario, la música es de aquella canción que compusiera el poeta, escritor y periodista mexicano, Mauricio González de la Garza y que interpretara en su época de forma magistral José José: Polvo enamorado. Cuando el tema de la muerte dejó de ser tabú para ambos, fueron muchas las ocasiones que acompañados de una botella de vino conversaban abiertamente de esa improbable pero latente eventualidad y muchas veces escucharon aquel tema, como fondo musical de todos los escenarios posibles.
“Soy aquel que se perdió, buscando la razón, del alma y las estrellas…” y el hombre dueño de las cenizas sintió que su ser se multiplicaba de manera infinita mientras sobrevolaba aquel territorio que pasó añorando por tanto tiempo. Una parte de su ser, por los caprichos del viento tomó hacia el norte y después de un prolongado vaivén, se fue posando ligeramente sobre los tejados de las casas, sobre los árboles centenarios, sobre el inmenso cafetal. Otra parte sobrevoló aquellos lugares inolvidables en donde sucedieron los episodios más coloridos de la niñez y adolescencia, la escuela, la casa de sus abuelos, de su primera novia, de sus amigos del alma.
“Tú llegaste a mi sufrir, resurrección de luz, amor, pasión y vida” mientras el viento llevaba a otro contingente de su ser hacia el oeste, en el camposanto, en donde descansan tantos seres queridos y que ahora tendrían por siempre a su lado una minúscula parte de él. Otra parte llegaría a los cafetales occidentales y sus intrincados caminos por donde vagaba incansablemente en bicicleta con sus amigos. Poco a poco la infinidad de partículas fueron esparciéndose por los cuatro puntos cardinales, a voluntad del viento que parecía regodearse con aquella danza que realizaba por todos los rincones del pueblo. Cada punto vital quedó al fin cubierto, incluso, sería tal vez por casualidad que aquel grandullón que abusando de su tamaño se dedicaba a molestar al extremo a todos los muchachos del barrio, salía a la calle a realizar cierta diligencia, cuando de pronto una minúscula partícula de ceniza se adentró en sus pulmones, provocándole desde entonces una irritante tos, persistente cual cobrador del Gallo más Gallo y que no lo abandonaría por el resto de sus días.
“Soy aquel dolor de ser, por ti he vuelto a nacer, soy polvo enamorado”. Cuando la última partícula reposó, precisamente en la habitación de cuando él era niño, aquella fuerza llegó a la consciencia que era ya tiempo de descansar y lentamente se fue apagando. La mujer de negro lo sintió también y le avisó a su acompañante que ya era hora, así que taparon la urna, la introdujeron en la maleta y bajaron cuidadosamente la escalera hasta llegar a la planta baja del templo. Ahí el hombre alto había dejado una bolsa, así que volvió a sacar la urna de la maleta y la abrió, de la bolsa vertió arena de mar hasta llenarla, la cerró y la volvió a colocar en la maleta. De su bolsa sacó varios billetes que entregó al hombre de las sombras, quien al salir la pareja procedió a cerrar las puertas, viendo hacia todos lados para vigilar si había moros en la costa.
El hombre se despidió cariñosamente de la mujer de negro y caminó rumbo al norte, mientras el conductor le abría la puerta a la mujer, quien se dejó caer pesadamente en el asiento trasero. El vehículo arrancó y en la esquina dobló a la izquierda para tomar rumbo a Managua. Cuando llegaron a la salida, pasando el cementerio que ahora lucía iluminado por las luces del amanecer, la mujer respiró profundamente y musitó: -Misión cumplida, mi amor; mientras el Mercedes comenzaba a devorar la carretera.