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Archive for julio 2010

La iglesia parroquial de San Marcos ha sufrido profundas transformaciones en los últimos cien años de tal suerte que aquel templo que vive en nuestra memoria infantil, no tiene nada que ver con el edificio actual.  Me imagino que para nuestros padres ocurrió lo mismo, pues en una foto antigua del templo, de allá por los años treinta, puede verse que todavía no existía la característica torre con dos orejas del campanario ni el domo de la parte posterior del templo, fungiendo como campanario en ese entonces una pequeña torre con un techo de tejas situada a la izquierda de la entrada principal.

El recuerdo más antiguo que tengo de la iglesia es de cuando el altar mayor era de madera y las paredes interiores alrededor de toda la iglesia contenían los famosos frescos del pintor Rodolfo Marenco con la representación de las catorce estaciones del viacrucis.

Para ese entonces, las pinturas de Marenco se hicieron famosas en Nicaragua, pues se comentaba que en cada uno de los cuadros del viacrucis, en los rostros de los personajes que participaban en la Pasión de Cristo, había plasmado a ciudadanos de San Marcos y un soldado romano que tenía agarrado del brazo a Jesús, tenía el rostro de Anastasio Somoza García.

Este detalle del viacrucis de la iglesia de San Marcos llegó a tener en esa época el atractivo que hoy tiene el célebre cuadro de la iglesia de San Rafael del Norte, así que muchos turistas llegaban para conocer los comentados frescos.

Generalmente las intervenciones que se han realizado en el templo han sido para mejorar o ampliar su estructura u ornamento y esto ocurrió, según recuerdo a mediados de los años cincuenta cuando gracias al tenaz trabajo de un comité encabezado por las Señoras Lolita Robleto de Martínez y Elia de Marín, se renovó el altar mayor y se instaló uno de mármol, dándole una gran elegancia a esa parte del templo.  Los pilares principales que resguardaban al altar mayor y la parte posterior al mismo fueron pintados por el pintor austriaco Juan Fush, quien también pintara el fresco de la iglesia de San Rafael del Norte.  Quedó solamente como recuerdo el púlpito de madera en donde el sacerdote pronunciaba sus sermones, antes de llamarse homilías, que demandaron que el oficiante las pronuncia al nivel de los fieles, apoyado con la tecnología de micrófono y parlantes.

Un poco después de haber arrancado la década de los sesenta, observamos que en la iglesia comenzaron trabajos mayores de albañilería que reformaron totalmente las paredes interiores del templo, abriendo ciertos nichos para albergar imágenes de santos y de paso se llevaron en el alma a los frescos de Marenco, pues las paredes fueron repelladas y de paso se pintó totalmente el interior del edificio borrando cualquier vestigio de aquella muestra del arte popular.  Si mal no recuerdo, el Padre Etanislao García era el párroco en ese entonces y aparentemente tomó la decisión en la soledad de su oficina, pues no se realizó ninguna consulta entre la feligresía sobre la suerte que iban a tener los frescos de Marenco.  La nueva pintura del interior del templo estaba en total discordancia con el altar de mármol y un aficionado pintó una imagen de San Marcos y otra de la Santísima Trinidad que dejaban mucho que desear, pues hasta el león del evangelista parecía una criatura alienígena.

Años más tarde, siendo el encargado de la parroquia el Padre Pedro Pelletier, de repente sin realizar ninguna consulta al respecto, se dejó embaucar por un vendedor de campanas y de la noche a la mañana, las recordadas campanas de San Marcos, de un sonido claro, diáfano, cristalino y de potencia tal que se escuchaban hasta en La Concha, fueron sustituidas por unas nuevas cuyo sonido parecía que estaban golpeando unas porras.

En los últimos años, la iglesia ha vuelto a presentar cambios drásticos.  Primero se rodeó el edificio con una cerca que si bien es cierto protege al templo de incursiones de vándalos y amigos de lo ajeno, le dan la impresión de alejamiento de la población.  Posteriormente se abrieron dos alas adicionales a la altura en donde estaba la capilla de la Virgen de Fátima.   Según la opinión de unos amigos arquitectos, esta intervención pone en extremo peligro la estructura del inmueble, especialmente a la hora de un sismo.  Ignoro si Monseñor Campos, actual párroco de San Marcos, realizó una consulta al respecto, sin embargo, considero que debieron realizarse estudios profundos sobre el impacto de la intervención sobre la estructura del inmueble, así como en su conjunto arquitectónico, antes de embarcarse en esa empresa.

A nivel mundial, los templos así como otros edificios históricos, monumentos, obras artísticas entre otros, se consideran patrimonio cultural de la comunidad y si bien es cierto, en el caso de los templos los párrocos desempeñan una importante labor pastoral, la protección y defensa de esos inmuebles, trasciende dicha labor y por eso se han conformado patronatos de amplia participación que tienen la misión de proteger y restaurar dichos sitios.

A pesar de que existen técnicas modernas para recuperar pinturas que por algún motivo hubiesen sido cubiertas por otras capas de pintura, como el caso de la restauración de los frescos del maestro Peñalba en la Basílica de Diriamba, es lamentable que los frescos de Marenco sean imposibles de recuperar, debido a que gran parte de la pared en donde estaban fue removida para hacer los nichos que rodean el interior del templo.  Así que aquella particular muestra de expresión artística quedará como un difuso recuerdo de aquellos que tuvimos la suerte de conocerla.

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La Mansión

Orlando Ortega Reyes

Mi padre era cien por ciento sanmarqueño y conocía todas las historias habidas y por haber que se contaban del pueblo, además de haber vivido en una época de gran trascendencia en el desenvolvimiento de San Marcos.  De todas las historias que me contaba, algunas de ellas me parecían tan inverosímiles que me costaba trabajo creerlas.  Me contaba por ejemplo que Elena Robleto había sido una de las mujeres más bellas del pueblo, con una buena posición económica y que aparentemente para quitarle sus bienes, personas inescrupulosas se habían confabulado asustándola hasta que perdió la razón.  Cuando yo la conocí ya era una mujer de unos cuarenta años y en su rostro marchito se dibujaba la fatiga de soportar su estado, en donde su mundo giraba alrededor del bienestar de la niña de sus ojos, su hija María Amalia a quien quería con toda su alma.  De la misma manera, me parecía algo irreal la historia de la casa que quedaba en la esquina oeste de la nuestra, es decir de la Escuela de Varones, una cuadra hacia El Calvario.

Según mi padre, esa casa había sido una mansión, una de las más lujosas en su época, adornada con muebles importados, elegantes cuadros y frondosos jardines.  La familia que ahí vivía, había logrado acumular una buena fortuna gracias al negocio del café, de tal manera que construyeron su casa con el mayor lujo para esos tiempos.  Toda la familia vestía a la moda y estrenaban prendas con bastante regularidad.  Llevaban un tren de vida bastante elevado para los estándares del pueblo y así lo hicieron mientras les duró su capital.  Como muchos saben, el negocio del café era traicionero, pues mostraba ciertos vaivenes que si el cafetalero no tenía la habilidad para sortearlos, fácilmente podía quedar en la calle de la noche a la mañana.  Y eso fue precisamente lo que le sucedió a esta familia, después de haber probado las mieles del bienestar, de repente se encontró sin un centavo.  La casa me imagino que la tuvieron que vender y buscar alguna forma de ganarse el sustento.   Desde luego, a mí se me hacía difícil imaginarme aquella casa, caída ya en franco deterioro y alquilada en pedazos como una mansión, aunque había que admitir que su tamaño no era de una casa cualquiera y los adornos que ostentaba en el exterior, encima del dintel de las puertas y en la parte inferior que lucían unos leones al centro, no se correspondían con una casa modesta.

Había en el pueblo un personaje popular conocido cariñosamente como Cabo Neto, creo que se dedicaba a la albañilería y era aficionado a la bebida.  De repente cuando iba con mi padre y nos lo encontrábamos lo saludaba muy cariñosamente y cuando mi padre le preguntaba cómo estaba él le manifestaba que fregado pues no tenía circulante para un trago, a lo que mi padre le “prestaba” algo de dinero y aquel seguía contento su camino.  Entonces mi padre me comentaba que Cabo Neto era de la familia que vivió en aquella mansión,  estrenaba ropa cada fin de semana y tenía juguetes que todos los niños del pueblo envidiaban.  A mí me era difícil visualizar a Cabo Neto como un muchacho en la opulencia.

La casa aquella, desde que yo recuerdo estaba dividida en cuatro tramos y su propietario, que nunca llegué a saber quién fue, la alquilaba a distintas familias, ahí por ejemplo vivió Don Joseana, un personaje pintoresco que recorría el pueblo recolectando basura en un carretón y sus hijos que estaban en el negocio de la limpieza de zapatos.  En uno de esos cuartos también estuvo ubicada la cantina El krique de oro, de la familia Méndez y en la propia esquina vivió por mucho tiempo la familia Mercado, incluyendo al connotado arquitecto Sorongo.

Cuando regresé a San Marcos en los noventa, me encontré que la esquina de la famosa casa, incluyendo todo el patio, fue alquilada por los hermanos Larios que pusieron un restaurante, que continúa ahí.

En la actualidad, en la parte exterior, donde estaba la entrada principal de la familia Mercado y la siguiente puerta, ahora está ubicada una tienda llamada Eleganzia, “Para gente como usted”, cuyos dueños se dieron a la tarea de remozar el inmueble pintando todo el frente y reparando parte del techo, ahora de zinc.

Muchas de los grandes inmuebles de San Marcos han llegado a caer en el total abandono.  En realidad causa tristeza ver las ruinas del Teatro Julia o las del Cabildo Municipal, sin embargo, lo que fue la mansión aquella, a pesar del tiempo y de las circunstancias y su exposición al deterioro, todavía sigue en pie, como para recordarnos aquella famosa frase de Don Francisco de Quevedo y Villegas:  “No es dichoso aquél a quien la fortuna no puede dar más, sino aquel a quien no puede quitar nada”.

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Fue en el año 1960 que se organizó una kermesse en el pueblo.  A estas alturas del partido no recuerdo con qué motivo se realizó, pues en esos tiempos se organizaban para recaudar fondos ya fuera para mejoras en las escuelas, para obras sociales de la iglesia o cualquier otro motivo en beneficio de la comunidad.  En esa ocasión se realizó en la Escuela de Varones, llamada simplemente así antes de tomar el nombre del Director Emérito, don Fernando Rojas Z.

Recuerdo muy poco de esa kermesse, sin embargo, de manera muy marcada viene a mi memoria una roconola que se ubicó al terminar la entrada de alumnos, un galillito que quedaba frente al Molino San Cayetano.  Para el público juvenil e infantil que asistió, la roconola fue todo un acontecimiento pues estaban ahí los éxitos del momento que causaban sensación en esas audiencias, como por ejemplo algunos temas de cantantes que con sus baladas hacían vibrar los corazones de la juventud, Paul Anka y Neil Sedaka.  Del primero estaban pegando duro Diana, Put your head on my shoulder y Puppy Love, mientras que de Sedaka sonaban Oh Carol y Calendar Girl.  Con la asignación en metálico que obteníamos para asistir a la kermesse apenas alcanzaba para la entrada, una gaseosa y una repostería, así que la mayor parte de la velada transcurrió junto a la roconola escuchando aquellos éxitos.

Para ese entonces no teníamos televisión ni ninguna otra forma de conocer a los cantantes de moda, así que cada quien se imaginaba cómo ellos lucían; mucho menos conocíamos sobre sus vidas.  Fue mucho tiempo después que supimos que Paul Anka era canadiense y que Neil Sedaka era de Nueva York y que su éxito Oh Carol se lo había dedicado a una novia suya del colegio llamada Carol Klein.

Así pues uno de los eventos de mi niñez que perduran en mi mente es aquella tarde en la Escuela de Varones, escuchando en una roconola los temas de Paul Anka y Neil Sedaka y en forma especial Oh Carol.

Para fines de 1972, mi familia regresó a San Marcos después de cuatro años de vivir en la capital a donde nos trasladamos para facilitar la asistencia a la universidad de parte de tres de nosotros, siendo el terremoto de esa año quien nos regresó al pueblo.  Fue una experiencia inolvidable reencontrarnos con el pueblo y su gente, quienes nos recibieron con los brazos abiertos.  Todavía recuerdo la madrugada del 23 de diciembre cuando irrumpimos en las oscuras calles, llegando a nuestra casa e inmediatamente se presentó nuestra buena amiga Indiana Ortega y sus hermanas, con café caliente para que nos calmáramos del susto.   Luego en 1973 vivimos una época de reacomodo, mi padre asignado al Hospital Regional de Jinotepe y yo comencé a trabajar en el Banco Nacional, cuya casa matriz estaba en Masaya.  Para esas fechas, de alguna manera apareció por nuestra casa, no recuerdo quién lo llevó, un long play de una cantante que no conocíamos pero que desde que escuchamos sus canciones nos cautivó, poniendo ese álbum, mañana, tarde y noche.  A excepción de nuestro padre, que era muy conservador respecto a la música, el resto de la familia, incluyendo a mi madre, disfrutamos al máximo de cada una de las canciones del long play, ante la actitud indiferente de nuestro padre que se limitaba a comentar que ya parecía la roconola de Enrique Vivas cuando llegaba un nuevo éxito.  El álbum en mención era Music, de Carol King.  Muchos de los temas de dicho álbum fueron éxitos en las listas de popularidad de varios países, como el caso de It´s going to take some time, que The Carpenters tomaron e hicieron suya convirtiéndola en un verdadero éxito, Music, Sweet seasons, Some kind of wonderful, Song of long ago y otras menos conocidas pero que tienen el toque especial que imprimió Carol King a sus temas como Brother brother, Surely, Carry your load, Brighter, Too much rain y Back to California.

Con el tiempo, Carol King se convirtió en una de mis cantautoras preferidas y cuando la tecnología del sonido digital llegó, busqué por tierra y por mar aquel álbum Music en Disco Compacto, y después de mucho tiempo llegué a obtener un original.  Cada vez que deseo recordar aquellos dorados tiempos escucho con deleite cada una de las canciones, que aún después de casi cuarenta años, me saben a familia, a amor fraterno y me traen el olor de aquella casa de la calle de El Calvario.

Hace poco tuve la oportunidad de ver un video de 2009 en donde Carol King canta So far away, uno de sus más preciados éxitos, en donde su calidad interpretativa se mantiene igual, aunque tal vez su rostro se mire tan lejano de aquella intérprete que llenaba nuestras tardes en San Marcos y más lejano aún de aquella muchacha que a finales de los años cincuenta todavía se llamaba Carol Klein y era novia de Neil Sedaka y a quién este último le dedicó aquella canción que me trae tan gratos recuerdos de mi niñez:  Oh Carol.

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Orlando Ortega Reyes

Uno de los recuerdos más arraigados en mi memoria pertenece a las fiestas de abril.  En una época en donde la alegría de la niñez era ajena a las celebraciones mayores, misas, procesiones, licor y comilonas y se enfocaba en el maravilloso y misterioso mundo que se desplegaba en todo el Parque Jorge Robleto de San Marcos.  Desde un par de semanas antes de las propias festividades de la fiesta de San Marcos, se empezaban a instalar toda suerte de chinamos, que atraían la atención de todo el pueblo en especial de los niños.  De manera particular, a excepción de la carga cerrada que se quemaba después de la función del 25 de abril, que para un niño era algo aterrador, el parque tenía una atracción especial para mí.

La mayoría de los chinamos albergaban ruletas y toro rabones de todos los tamaños y colores, en donde se apostaba desde diez centavos hasta cientos de córdobas.  Había una ruleta muy rústica que era una flecha que giraba alrededor de una infinidad de atractivos regalos pero que merced a ciertos influjos físicos, siempre el premio a obtener era una traba o una chimbomba. Luego estaban las ruletas de cuatro figuras, así como las de dieciséis figuras y dos colores y para los profesionales estaba la grande, vertical con números rojos y negros, en donde se apostaba en grande.  Había tiro al blanco y otros juegos que entretenían a todos los que llegaban a esas festividades y que hacían que el parque se abarrotara.

En cierta época se llegaron a instalar los famosos taburetes, una versión artesanal de la rueda Chicago, que con cuatro compartimentos de madera se hacían girar sobre cuatro postes como de molino, mediante la fuerza de dos atléticos encargados ayudados por la fuerza de la gravedad y el peso de los ocupantes.  También eventualmente llegaban unos “chinos” que se instalaban en el atrio de la iglesia junto a donde había una pila de agua.

No obstante, lo que más llamaba la atención a niños y adultos eran los caballitos.  En el extremo sur del parque, enfrente de donde vivía Anselmo, se instalaban invariablemente un carrusel, conocido popularmente como los caballitos.  No tenían la vistosidad de los carruseles que salían en las películas, pues era un armatoste formado de la unión de varias tarimas de madera formadas de tablas ensambladas en forma trapezoidal que llegaban a formar en su conjunto una figura lo más parecido a un círculo.  Luego encima armaban los caballos, toros y asientos para quienes no les gustaba el movimiento vertical.  Toda la unidad era movida por un motor de gasolina que habría sido de un camión y trasmitía por medio de engranajes la energía para el movimiento circular de la plataforma y el movimiento vertical de los animales.  El motor tenía una caja de velocidades que servía para arrancar el movimiento e imprimirle mayor o menor velocidad al carrusel.    La entrada costaba veinticinco centavos, es decir un chelín, y en una taquilla que parecía una cabina telefónica de madera, un tanto destartalada en donde le entregaban a uno una ficha, semejante a las que se usan en los casinos para jugar.  El carrusel contaba con un rústico equipo de sonido en donde ponían los éxitos del momento, en especial las canciones de Peñaranda que repetían hasta la saciedad.  El carrusel estaba pintado de vistosos colores y en el exterior tenía unos rostros que parecían o moros o pieles rojas y en el interior había tablas que tenían pintados diversos paisajes.

El dueño era un tipo de unos sesenta años, tal vez más, enjuto y con una apariencia un tanto tétrica pues tenía un enorme parecido con Peter Cushing, famoso por sus películas de terror y que manejaba con mano férrea su negocio.  No permitía que nadie se subiera sin pagar y contrataba a veces vigilantes con un chilillo para que nadie se atreviera a subirse al carrusel.  Cuando ya tenía unos ocho años, me empezó a llamar la atención más que dar vueltas montado en un caballito, seguir la aventura de subir al carrusel una vez que ya estaba en marcha, sin pagar y dar un par de vueltas escondido de la mirada de Peter Cushing.  Andaba yo muy emocionado en esa aventura cuando apareció el vigilante, que muy celoso de su deber me siguió con un chilillo y en mi afán de escapar me caí estrepitosamente del carrusel, llevándome una tremenda raspada, aunque no más grande que la herida en el orgullo, pues medio San Marcos observó la caída.  Días más tarde, el celoso vigilante había de descubrir que alguien a quien había azotado con el chilillo no lo había perdonado.  Apertrechado detrás de una casuarina que había en ese tiempo en el parque, muy en su papel de sniper, aguardó el momento propicio para lanzarle con una resortera un proyectil que le impactó en un ojo.    Se armó el escándalo, pues el vigilante cayó ensangrentado sin saber nadie lo que había ocurrido, pues no hubo sonido alguno.  Llegó la guardia a investigar, mientras un taxi intermortal se llevaba al vigilante al Hospital de Jinotepe en donde le dieron por perdido el ojo.  Desde luego que el empresario de carrusel fingió demencia y no le pagó ni un centavo al pobre vigilante.  La guardia nunca llegó a esclarecer el incidente, sin embargo, con el correr del tiempo, se fue diseminando el rumor que el autor de la pedrada había sido uno de los Casilda, dos hermanos llamados así porque eran nietos de doña Casilda González.   Creo que pudo ser cierto porque cuando le decíamos a Sergio Casilda que lo andaban buscando de la investigación de Managua, le agarraba canillera.

Cuentan que una vez Somoza García fue a las fiestas de San Marcos y de repente se le ocurrió subirse a los caballitos y lo hizo, seguido por un contingente de cepillos que no quisieron dejar en ridículo a su líder.  Podría ser que se tratara de los mismos caballitos de Peter Cushing pues de repente parecían salidos de la pluma de Ray Bradbury y no tenían espacio en el tiempo.  Puede ser, pues todavía para las fiestas de abril llegan unos caballitos que parecen ser los mismos, sin embargo, el tenebroso propietario parece que al fin pasó a mejor vida.

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